OnettiYo no tenia ni veinte años y andaba jugando a la gallina ciega en las noches del mundo.
Quería pintar, y no podía. Quería escribir, y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces lo llevaba a Juan Carlos Onetti.
El estaba siemrpe en cama, por pereza, por tristeza, rodaeado de pirámides de puchos, tras una muralla de botellas vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases inteligentísimas. El maestro Onetti miraba el techo y no abría la boca más que para bostezar, fumar y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y quizá mascullaba algún fruto de sus prolongadas meditaciones sobre la situación nacional e internacional:
- La cosa se jodió - decía -
el día que los milicos y las mujeres aprendieron a leer.Sentado a su orilla, yo esperaba que él me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente geniales, pero él callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:
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Mirá pibe, Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo.La mala rachaMientras dura la mala racha, pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la memoria: pierdo llaves, lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras, palabras. Yo no sé si será gualicho de alguien que me quiere mal y me piensa peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna distracción.
La máquina de retrocederA principios de siglo veinte, el Uruguay era un país del siglo veintiuno. A fines del siglo veinte, el Uruguay es un país del siglo diecinueve.
En el reino del aburrimiento, las buenas costumbres prohíben todo lo que la rutina impone. Los hombres sueñan con jubilarse y las mujeres sueñan con casarse. Los jóvenes, culpables del delito de ser jóvenes, sufren pena de soledad o de destierro, a menos que puedan probar que son viejos.
La televisión/4Me lo contó Rosa María Mateo, una de las figuras más populares de la televisión española. Una mujer le había escrito una carta, desde algún pueblito perdido, pidiéndole que por favor le dijiera la verdad:
- Cuando yo la miro, ¿ Usted me mira?Rosa María me lo contó, y me dijo que no sabía qué contestar.
La pálidaMis certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo que me nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos, a ninguna parte, y no quiero estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener, nombre ninguno: entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.Una siestita con Galeano, un poquito de viento que se asoma a mis ojos, fresco, tímido, lindo.